Las normas que determinan el valor y uso de
los elementos que las lenguas utilizan para su representación gráfica están
implícitas en la propia práctica de su escritura, de ahí que pueda hablarse de
la ortografía de una lengua desde el momento mismo en que se documenta su uso
escrito, aunque no exista todavía, o no llegue a existir nunca, una formulación
explícita de sus reglas (de hecho, tanto el nacimiento de la disciplina
encargada de establecer las normas ortográficas como la aparición de los
diversos tratados que las contienen son muy posteriores a la realidad de la
escritura).
Aunque hay lenguas con sistemas de
escritura originales, creados específicamente para su representación gráfica
(como la escritura jeroglífica egipcia o la ideográfica china), otras muchas
han adoptado un sistema preexistente, bien por corresponder, en su momento, al
a lengua de mayor influencia o prestigio de su entorno por motivos políticos,
económicos, religiosos o culturales (como ilustra la adopción de caracteres
chinos para la escritura del japonés o del alfabeto latino para las lenguas
germánicas), bien por haberlo recibido directamente de la lengua de la cual
derivan (como es el caso de las lenguas románicas, que heredaron el sistema
gráfico del latín, su lengua madre).
Como es natural, las lenguas que se sirven
de sistemas de escritura prestados o heredados han debido adaptarlos a sus
propias necesidades. En el caso de las lenguas de escritura alfabética, esta
adaptación supone adecuar el repertorio de grafemas recibidos a la
representación de los fonemas propios mediante procedimientos diversos: desde
el cambio del valor fonológico asociado a los grafemas preexistentes, o la
creación de otros nuevos para representar los nuevos fonemas, a la eliminación
de signos sobrantes por no existir en la lengua receptora el fonema que
representaban en la lengua de origen. Si el número de sonidos distintivos que
necesitan ser representados es superior al de los grafemas disponibles, suele
recurrirse, con mayor frecuencia que a la creación de caracteres nuevos, a la
combinación de varios de ellos para representar un único fonema. Este hecho,
junto a la existencia de fonemas que pueden representarse gráficamente de
varias maneras, y de grafemas que representan, según los contextos, distintos
fonemas, da lugar a sistemas ortográficos muy alejados del principio ideal de
correspondencia biunívoca entre grafemas y fonemas. Precisamente una de las
razones de la mayor complejidad de las ortografías inglesa o francesa, en
comparación con ortografías más sencillas como las del español o el italiano,
es que el número de fonemas del inglés y del francés ha sido siempre muy
superior al número de grafemas del alfabeto latino.
Especialmente cuando se trata de lenguas
que heredan el sistema de escritura de la lengua de la que derivan, la
adecuación de los grafemas a la nueva realidad fonológica se realiza de forma
progresiva y, podríamos decir, espontánea. Así, por ejemplo, los escritores y
copistas de la época de los orígenes de las lenguas románicas se vieron en la
necesidad de escribir estas lenguas con los elementos gráficos propios del
latín. Para representar los nuevos fonemas, ensayaron diversas soluciones
gráficas (a menudo condicionadas por el tipo de letra empleado), lo que explica
la gran variabilidad que reflejan las grafías de los textos primitivos,
achacable también, en gran parte, a la propia inestabilidad de los nuevos
sistemas fonológicos, que tardarán aún varios siglos en afianzarse. No existía,
pues, una ortografía estable y normalizada, tal y como la entendemos hoy. Los
sistemas ortográficos de las diferentes lenguas se van consolidando en la
medida en que determinados usos adquieren, frente a otros, un grado suficiente
de fijeza y extensión, en un lento proceso de selección de variantes en el que
a menudo ejercen una influencia notable los usos gráficos de los documentos y
códices emanados de las cancillerías y escritorios reales, como ocurrió en la
Castilla primitiva durante el reinado de Alfonso X el Sabio (siglo XIII).
En el ámbito de las lenguas occidentales
modernas, el Renacimiento marca el inicio de la ortografía como disciplina,
esto es, como materia de reflexión y análisis explícito. En esta época, junto
con el interés por el griego y el latín clásicos, adquiere gran protagonismo el
estudio de las lenguas vernáculas, que han sustituido al latín como vehículos
de comunicación de los incipientes Estados nacionales. Se publican entonces las
primeras gramáticas de estas lenguas, en las que ocupa un lugar destacado el
análisis de su representación gráfica, de modo que la ortografía, siguiendo la
tradición grecolatina, constituye en sus inicios una parte de la gramática.
La invención de la imprenta, a mediados del
siglo XV, impone la necesidad de una mayor regularidad en la escritura de las
diferentes lenguas. Las decisiones tomadas por los tipógrafos e impresores a la
hora de imprimir sus textos desempeñarán un importante papel en los procesos de
regularización gráfica, debido a la mayor difusión de los impresos frente a los
manuscritos medievales. La ortografía adquiere cada vez mayor protagonismo, lo
que se traduce en la aparición, a lo largo de los siglos XVI y XVII, de
numerosos tratados y manuales de esta disciplina, muchos de ellos con
orientación eminentemente práctica o didáctica, que pretenden sistematizar las
reglas ortográficas de acuerdo con diferentes criterios. Las propuestas de los
ortógrafos se van a articular en torno a su preferencia por adoptar, como
criterio básico de referencia a la hora de fijar las normas ortográficas, bien
la pronunciación , bien la etimología, a las que viene a sumarse el uso
tradicional consolidado como árbitro de muchas soluciones gráficas concretas.
Estos criterios (pronunciación, etimología
y uso tradicional consolidado) han funcionado combinadamente, aunque con
diferente peso e importancia según las épocas y los idiomas, en la
configuración de los sistemas ortográficos de las principales lenguas europeas.
En general, en sus etapas iniciales, todas ellas tomaron como referencia la
pronunciación para las bases de su sistema ortográfico. Pero, mientras que en
algunas, como el español o el italiano, este criterio ha seguido funcionando
después de manera más o menos constante, otras, como el francés o el inglés, se
han mostrado mucho más reacias a efectuar reajustes para adecuar su ortografía
a los cambios producidos en sus sistemas fonológicos. A este conservadurismo
gráfico se añadió, además, especialmente en etapas de fuerte influjo
latinizante, la tendencia a preservar o a introducir en la escritura de muchas
palabras grafemas etimológicos carentes de correlato fónico, buscando, por un
lado, mantener el vínculo con el origen y, por otro, dotar de estabilidad a las
grafías al margen de eventuales cambios en la pronunciación. La adopción de le
etimología y del mantenimiento de la tradición gráfica como principios
reguladores de la ortografía, predominantes en lenguas como el inglés o el
francés, tiene mucho que ver con su rendimiento funcional a la hora de
diferenciar en la escritura muchas palabras oralmente indistinguibles por su
idéntica pronunciación. Así, esta función distintiva de la escritura ha tenido
gran peso, por ejemplo, en francés, lengua en la que se han mantenido numerosas
grafías sin justificación fonética por su capacidad de distinguir homófonos
(palabras de igual pronunciación, pero diferente significado) o por ser
portadoras de información gramatical carente de reflejo en el habla (ejemplo de
ello es la –e final que distingue en la escritura francesa la forma
femenina de la masculina en muchos adjetivos, aunque ambas formas se pronuncien
de la misma manera: perdue ‘perdida’, con idéntica pronunciación que perdu
‘perdido’).
La pugna entre los defensores de la
tradición gráfica, en buena parte basada en la etimología, y los partidarios de
realizar los ajustes necesarios para mantener en cada momento la adecuada
correspondencia entre grafía y pronunciación ha sido una constante en la historia
de todas las lenguas de escritura alfabética que cuentan con ortografías de
largo recorrido histórico, y ha dado lugar a múltiples debates y polémicas.
Precisamente esta falta de acuerdo entre los teóricos de la disciplina sobre
los principios que debían gobernar la ortografía contribuyó a retrasar el
establecimiento, en todas estas lenguas, de una norma ortográfica uniforme y
estable, y durante mucho tiempo aún la escritura siguió sometida, en la
práctica, al criterio personal de autores e impresores.
La normalización ortográfica solo comenzará
a hacerse realidad cuando las distintas lenguas se doten de instituciones o de
instrumentos cuya autoridad en materia lingüística sea reconocida y acatada
mayoritariamente por el conjunto de sus hablantes. En unos casos, asumirán esta
autoridad, casi siempre por el patrocinio y el apoyo del poder político,
instituciones académicas, como la Accademia della Crusca (1585) para el
italiano, la Académie Française (1635) para el francés o la Real Academia
Española (1713) para el español. Todas ellas se fundaron con el objetivo
declarado de “fijar” las respectivas lenguas, para lo cual acometieron, entre
otros proyectos, la elaboración de un diccionario. Esta labor implicó
necesariamente la toma de decisiones en materia ortográfica, pues debía
asignarse a cada una de las palabras registradas en el repertorio léxico una
grafía concreta, que sería asumida a partir de entonces como su forma canónica.
Para otras lenguas, la regularización ortográfica llegó también de la mano de
la publicación de determinados diccionarios que, por su calidad y el prestigio
que rápidamente alcanzaron, se convirtieron en la referencia de autoridad en
materia ortográfica dentro de su área lingüística. Este fue el caso, para el
inglés británico, de la obra de Samuel Johnson, A dictionary of the English
Language (1755) —cuyo papel será asumido más tarde, y con plena vigencia
hoy, por el Oxford English Dictionary—; del diccionario de Noah Webster,
American Dictionary of the English Language (1828), para el inglés
americano, o del diccionario de Konrad Duden, Vollständiges orthographisches
Wörterbuch der deutschen Sprache (1880), para el alemán. Las sucesivas
ediciones de todas estas obras lexicográficas irán reflejando los cambios
introducidos en la norma ortográfica de las respectivas lenguas a lo largo de
los años.
La progresiva asunción de atribuciones en
materia educativa por parte del Estado, que se inició en el siglo XVIII con la
Ilustración y se intensificó durante los siglos XIX y XX, explica la
intervención creciente de los poderes públicos en los procesos de normalización
ortográfica, movidos por la necesidad de contar con una ortografía uniforme y
consolidada que, por un lado, garantizara la unidad lingüística y, por otro,
sirviera de referencia para la enseñanza de la lectura y la escritura en las
escuelas. Esa labor normativa realizada por instituciones académicas como las
anteriormente citadas. En otros, se ha realizado de manera directa, con la
promulgación de leyes específicas para la fijación de la norma ortográfica o
para su reforma, con el concurso de órganos consultivos y organismos oficiales
encargados de realizar propuestas y coordinar iniciativas en ese ámbito.
Fuente: Real Academia Española y Asociación
de Academias de la Lengua Española. Ortografía de la lengua española. 2011.
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