martes, 26 de noviembre de 2013

Origen y evolución de los sistemas ortográficos

Las normas que determinan el valor y uso de los elementos que las lenguas utilizan para su representación gráfica están implícitas en la propia práctica de su escritura, de ahí que pueda hablarse de la ortografía de una lengua desde el momento mismo en que se documenta su uso escrito, aunque no exista todavía, o no llegue a existir nunca, una formulación explícita de sus reglas (de hecho, tanto el nacimiento de la disciplina encargada de establecer las normas ortográficas como la aparición de los diversos tratados que las contienen son muy posteriores a la realidad de la escritura).

Aunque hay lenguas con sistemas de escritura originales, creados específicamente para su representación gráfica (como la escritura jeroglífica egipcia o la ideográfica china), otras muchas han adoptado un sistema preexistente, bien por corresponder, en su momento, al a lengua de mayor influencia o prestigio de su entorno por motivos políticos, económicos, religiosos o culturales (como ilustra la adopción de caracteres chinos para la escritura del japonés o del alfabeto latino para las lenguas germánicas), bien por haberlo recibido directamente de la lengua de la cual derivan (como es el caso de las lenguas románicas, que heredaron el sistema gráfico del latín, su lengua madre).

Como es natural, las lenguas que se sirven de sistemas de escritura prestados o heredados han debido adaptarlos a sus propias necesidades. En el caso de las lenguas de escritura alfabética, esta adaptación supone adecuar el repertorio de grafemas recibidos a la representación de los fonemas propios mediante procedimientos diversos: desde el cambio del valor fonológico asociado a los grafemas preexistentes, o la creación de otros nuevos para representar los nuevos fonemas, a la eliminación de signos sobrantes por no existir en la lengua receptora el fonema que representaban en la lengua de origen. Si el número de sonidos distintivos que necesitan ser representados es superior al de los grafemas disponibles, suele recurrirse, con mayor frecuencia que a la creación de caracteres nuevos, a la combinación de varios de ellos para representar un único fonema. Este hecho, junto a la existencia de fonemas que pueden representarse gráficamente de varias maneras, y de grafemas que representan, según los contextos, distintos fonemas, da lugar a sistemas ortográficos muy alejados del principio ideal de correspondencia biunívoca entre grafemas y fonemas. Precisamente una de las razones de la mayor complejidad de las ortografías inglesa o francesa, en comparación con ortografías más sencillas como las del español o el italiano, es que el número de fonemas del inglés y del francés ha sido siempre muy superior al número de grafemas del alfabeto latino.

Especialmente cuando se trata de lenguas que heredan el sistema de escritura de la lengua de la que derivan, la adecuación de los grafemas a la nueva realidad fonológica se realiza de forma progresiva y, podríamos decir, espontánea. Así, por ejemplo, los escritores y copistas de la época de los orígenes de las lenguas románicas se vieron en la necesidad de escribir estas lenguas con los elementos gráficos propios del latín. Para representar los nuevos fonemas, ensayaron diversas soluciones gráficas (a menudo condicionadas por el tipo de letra empleado), lo que explica la gran variabilidad que reflejan las grafías de los textos primitivos, achacable también, en gran parte, a la propia inestabilidad de los nuevos sistemas fonológicos, que tardarán aún varios siglos en afianzarse. No existía, pues, una ortografía estable y normalizada, tal y como la entendemos hoy. Los sistemas ortográficos de las diferentes lenguas se van consolidando en la medida en que determinados usos adquieren, frente a otros, un grado suficiente de fijeza y extensión, en un lento proceso de selección de variantes en el que a menudo ejercen una influencia notable los usos gráficos de los documentos y códices emanados de las cancillerías y escritorios reales, como ocurrió en la Castilla primitiva durante el reinado de Alfonso X el Sabio (siglo XIII).

En el ámbito de las lenguas occidentales modernas, el Renacimiento marca el inicio de la ortografía como disciplina, esto es, como materia de reflexión y análisis explícito. En esta época, junto con el interés por el griego y el latín clásicos, adquiere gran protagonismo el estudio de las lenguas vernáculas, que han sustituido al latín como vehículos de comunicación de los incipientes Estados nacionales. Se publican entonces las primeras gramáticas de estas lenguas, en las que ocupa un lugar destacado el análisis de su representación gráfica, de modo que la ortografía, siguiendo la tradición grecolatina, constituye en sus inicios una parte de la gramática.

La invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, impone la necesidad de una mayor regularidad en la escritura de las diferentes lenguas. Las decisiones tomadas por los tipógrafos e impresores a la hora de imprimir sus textos desempeñarán un importante papel en los procesos de regularización gráfica, debido a la mayor difusión de los impresos frente a los manuscritos medievales. La ortografía adquiere cada vez mayor protagonismo, lo que se traduce en la aparición, a lo largo de los siglos XVI y XVII, de numerosos tratados y manuales de esta disciplina, muchos de ellos con orientación eminentemente práctica o didáctica, que pretenden sistematizar las reglas ortográficas de acuerdo con diferentes criterios. Las propuestas de los ortógrafos se van a articular en torno a su preferencia por adoptar, como criterio básico de referencia a la hora de fijar las normas ortográficas, bien la pronunciación , bien la etimología, a las que viene a sumarse el uso tradicional consolidado como árbitro de muchas soluciones gráficas concretas.

Estos criterios (pronunciación, etimología y uso tradicional consolidado) han funcionado combinadamente, aunque con diferente peso e importancia según las épocas y los idiomas, en la configuración de los sistemas ortográficos de las principales lenguas europeas. En general, en sus etapas iniciales, todas ellas tomaron como referencia la pronunciación para las bases de su sistema ortográfico. Pero, mientras que en algunas, como el español o el italiano, este criterio ha seguido funcionando después de manera más o menos constante, otras, como el francés o el inglés, se han mostrado mucho más reacias a efectuar reajustes para adecuar su ortografía a los cambios producidos en sus sistemas fonológicos. A este conservadurismo gráfico se añadió, además, especialmente en etapas de fuerte influjo latinizante, la tendencia a preservar o a introducir en la escritura de muchas palabras grafemas etimológicos carentes de correlato fónico, buscando, por un lado, mantener el vínculo con el origen y, por otro, dotar de estabilidad a las grafías al margen de eventuales cambios en la pronunciación. La adopción de le etimología y del mantenimiento de la tradición gráfica como principios reguladores de la ortografía, predominantes en lenguas como el inglés o el francés, tiene mucho que ver con su rendimiento funcional a la hora de diferenciar en la escritura muchas palabras oralmente indistinguibles por su idéntica pronunciación. Así, esta función distintiva de la escritura ha tenido gran peso, por ejemplo, en francés, lengua en la que se han mantenido numerosas grafías sin justificación fonética por su capacidad de distinguir homófonos (palabras de igual pronunciación, pero diferente significado) o por ser portadoras de información gramatical carente de reflejo en el habla (ejemplo de ello es la –e final que distingue en la escritura francesa la forma femenina de la masculina en muchos adjetivos, aunque ambas formas se pronuncien de la misma manera: perdue ‘perdida’, con idéntica pronunciación que perdu ‘perdido’).

La pugna entre los defensores de la tradición gráfica, en buena parte basada en la etimología, y los partidarios de realizar los ajustes necesarios para mantener en cada momento la adecuada correspondencia entre grafía y pronunciación ha sido una constante en la historia de todas las lenguas de escritura alfabética que cuentan con ortografías de largo recorrido histórico, y ha dado lugar a múltiples debates y polémicas. Precisamente esta falta de acuerdo entre los teóricos de la disciplina sobre los principios que debían gobernar la ortografía contribuyó a retrasar el establecimiento, en todas estas lenguas, de una norma ortográfica uniforme y estable, y durante mucho tiempo aún la escritura siguió sometida, en la práctica, al criterio personal de autores e impresores.

La normalización ortográfica solo comenzará a hacerse realidad cuando las distintas lenguas se doten de instituciones o de instrumentos cuya autoridad en materia lingüística sea reconocida y acatada mayoritariamente por el conjunto de sus hablantes. En unos casos, asumirán esta autoridad, casi siempre por el patrocinio y el apoyo del poder político, instituciones académicas, como la Accademia della Crusca (1585) para el italiano, la Académie Française (1635) para el francés o la Real Academia Española (1713) para el español. Todas ellas se fundaron con el objetivo declarado de “fijar” las respectivas lenguas, para lo cual acometieron, entre otros proyectos, la elaboración de un diccionario. Esta labor implicó necesariamente la toma de decisiones en materia ortográfica, pues debía asignarse a cada una de las palabras registradas en el repertorio léxico una grafía concreta, que sería asumida a partir de entonces como su forma canónica. Para otras lenguas, la regularización ortográfica llegó también de la mano de la publicación de determinados diccionarios que, por su calidad y el prestigio que rápidamente alcanzaron, se convirtieron en la referencia de autoridad en materia ortográfica dentro de su área lingüística. Este fue el caso, para el inglés británico, de la obra de Samuel Johnson, A dictionary of the English Language (1755) —cuyo papel será asumido más tarde, y con plena vigencia hoy, por el Oxford English Dictionary—; del diccionario de Noah Webster, American Dictionary of the English Language (1828), para el inglés americano, o del diccionario de Konrad Duden, Vollständiges orthographisches Wörterbuch der deutschen Sprache (1880), para el alemán. Las sucesivas ediciones de todas estas obras lexicográficas irán reflejando los cambios introducidos en la norma ortográfica de las respectivas lenguas a lo largo de los años.

La progresiva asunción de atribuciones en materia educativa por parte del Estado, que se inició en el siglo XVIII con la Ilustración y se intensificó durante los siglos XIX y XX, explica la intervención creciente de los poderes públicos en los procesos de normalización ortográfica, movidos por la necesidad de contar con una ortografía uniforme y consolidada que, por un lado, garantizara la unidad lingüística y, por otro, sirviera de referencia para la enseñanza de la lectura y la escritura en las escuelas. Esa labor normativa realizada por instituciones académicas como las anteriormente citadas. En otros, se ha realizado de manera directa, con la promulgación de leyes específicas para la fijación de la norma ortográfica o para su reforma, con el concurso de órganos consultivos y organismos oficiales encargados de realizar propuestas y coordinar iniciativas en ese ámbito.

Fuente: Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española. Ortografía de la lengua española. 2011.

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