Las lenguas son instituciones culturales,
entidades históricas, y, como tales, experimentan cambios a lo largo del
tiempo. La lengua oral evoluciona de forma constante por medio de la continua
aportación innovadora de los hablantes y de la interacción permanente del
idioma con las novedades que se producen en todos los ámbitos de la realidad,
así como por su contacto con otras lenguas. La ortografía, en la medida en que
regula la representación gráfica del idioma, se ve también afectada por los
cambios que este experimenta, sobre todo cuando se producen en el plano del
significante e implican al sistema fonológico, ya sea por la pérdida de
fonemas, ya por la aparición de otros nuevos. También tiene repercusiones
ortográficas la incorporación masiva de términos procedentes de otras lenguas,
que chocan a menudo con el sistema ortográfico de la lengua receptora. Todos
estos fenómenos provocan alteraciones en el sistema establecido de
correspondencias entre grafemas y fonemas, y exigen la toma de decisiones que
implican, en muchos casos, modificaciones en los sistemas ortográficos.
A diferencia de los cambios lingüísticos,
que se producen de forma continua y espontánea, con la participación de todos
los hablantes, la mayoría de los cambios ortográficos ocurren de forma puntual,
tienen lugar de tarde en tarde y en ellos intervienen prioritariamente las
aportaciones de las clases alfabetizadas. Aunque se basen a menudo en
modificaciones previas de los usos gráficos de los hablantes, solo adquieren
hoy carta de naturaleza cuando son sancionados por las instituciones y
organismos que poseen competencias en esta materia.
Los cambios introducidos en el sistema de
convenciones gráficas de una lengua pueden ser de dos tipos: innovaciones y
reformas. En las innovaciones se adoptan medidas para regular la expresión
escrita de aspectos de la lengua que previamente no se representaban. En el
griego y el latín clásicos, por ejemplo, no se separaban las palabras mediante
espacios en blanco ni se usaban signos de puntuación, salvo en los textos
escolares destinados a la enseñanza de la lectura. De modo análogo, el sistema
ortográfico del español no disponía en sus orígenes de diacríticos para indicar
la posición de acento prosódico dentro de la palabra. Así pues, la
incorporación al uso general de estos elementos gráficos y su regulación son
ejemplos de innovaciones ortográficas.
Las reformas son cambios realizados sobre
un sistema de normas ortográficas preexistente. Pueden ser parciales o
generales, dependiendo de que los cambios afecten a un aspecto acotado y
concreto de la ortografía o la modifiquen por extenso y más profundamente. La
mayor parte de las reformas realizadas en los sistemas ortográficos de las
lenguas que han contado con escritura desde sus orígenes han sido parciales y
progresivas. A menudo han consistido en pequeñas intervenciones en puntos
concretos del sistema (incorporación de algún signo nuevo al repertorio alfabético,
eliminación de grafías obsoletas, adición de nuevas reglas para el uso de los
diferentes signos ortográficos, etc.), lo que ha favorecido su aceptación.
Algunas de estas reformas tiene como fin mejorar el sistema desde el punto de
vista de su coherencia interna. Entro de este tipo estarían los cambios que
buscan perfeccionar las reglas de un determinado ámbito de la ortografía para
que cumplan de manera más eficaz sus fines, como ha ocurrido con las sucesivas
modificaciones realizadas en el conjunto de reglas de acentuación gráfica del
español.
Las reformas generales proponen cambios
cuantitativos y cualitativamente más importantes, y buscan, por lo general,
alcanzar de una vez el ideal de máxima adecuación entre la realización oral y
la representación escrita de la lengua. En casos extremos, estas reformas han
llegado a consistir en la sustitución completa de un sistema de escritura o de
un alfabeto por otro completamente distinto, como ocurrió con el vietnamita en
el siglo XVII o con el turco a comienzos del siglo pasado, que pasaron de usar
respectivamente en su escritura caracteres chinos y árabes a emplear versiones
adaptadas del alfabeto latino.
Las ventajas teóricas de una reforma
profunda del sistema ortográfico de una lengua para alcanzar su perfecta
adecuación al modelo oral que pretende representar son evidentes: al eliminar
las desviaciones del principio de correspondencia biunívoca entre fonemas y
grafemas, se facilita el aprendizaje de la escritura y se favorece la
corrección ortográfica sin que esta exija un esfuerzo excesivo a sus usuarios.
Reformas de calado se han producido en muchas lenguas en momentos concretos de
su historia, entre ellas el español, especialmente tras épocas de profundos
cambios fonológicos en las que el sistema ortográfico carecía de fijeza y eran
constantes las vacilaciones en la representación gráfica de los fonemas. Y
reformas de este tipo no dejan de ser reclamadas de manera recurrente hoy por
parte de muchos teóricos de la ortografía, que aducen en su favor, además de
argumentos lingüísticos (conseguir una adecuación lo más perfecta posible entre
las unidades fónicas del habla y las de la escritura), razones didácticas y
sociales: la simplificación del sistema ortográfico permitiría destinar muchas
de las horas dedicadas hoy a la enseñanza de la ortografía a practicar otras
destrezas encaminadas a mejorar la expresión oral y escrita de los estudiantes,
facilitaría el aprendizaje de la lengua escrita a los alumnos extranjeros y
rebajaría notablemente el esfuerzo necesario para superar una barrera social
que afecta sobre todo a las clases menos favorecidas.
Sin embargo, no son menores las razones que
aconsejan no acometer reformas maximalistas en el sistema de representación
gráfica de una lengua cuando esta cuenta con una ortografía estable, conocida y
aceptada por sus hablantes alfabetizados. Es notable la resistencia a aceptar
cambios ortográficos por parte de quienes con esfuerzo y constancia asimilaron
en sus primeros años de formación un sistema de reglas que tienen ya
interiorizado y automatizado. Esta resistencia —que se manifiesta también en el
ámbito educativo y de los medios de comunicación, cuya colaboración resulta
imprescindible para la difusión e implantación de cualquier cambio, por pequeño
que sea— explica la dificultad de conseguir el consenso suficiente para
acometer con garantías de éxito reformas radicales, incluso en el caso de
lenguas en las que el alto grado de inadecuación entre pronunciación y grafía
las haría especialmente aconsejables. Pero no solo actúa en contra del impulso
reformista la fuerza de la costumbre, sino el peso de la tradición ortográfica
heredada, que establece un fuerte vínculo entre las palabras y su forma gráfica
fijada. Así, cualquier cambio drástico en la grafía de una palabra se siente
más como una deformación que desfigura su identidad visual que como una
simplificación beneficiosa, lo que explica la fuerza que el criterio de uso
constante ha tenido y tiene en la fijación de la ortografía de las lenguas. Una
ruptura radical con la tradición gráfica anterior dificultaría, además, la
lectura de textos de otras épocas, a lo que habría que sumar los costes
económicos que supondría la adaptación a las nuevas normas de todas aquellas
obras escritas conforme al sistema ortográfico precedente, y el sinfín de
cambios que habría que realizar en todos aquellos ámbitos relacionados de algún
modo con el lenguaje natural (diccionarios, bases de datos, aplicaciones
informáticas, etc.).
No hay que olvidar que el principio de
correspondencia biunívoca entre grafemas y fonemas no es el único que ha
operado en la constitución y posterior evolución de los sistemas ortográficos
de lenguas que han mantenido un mismo sistema de escritura a lo largo de su
historia. De hecho, este ideal no se verifica de modo absoluto en ninguna
ortografía histórica, y solo ha sido factible en el caso de ortografías creadas
modernamente por especialistas para la representación gráfica de lenguas sin
tradición escrita, o en aquellos casos en que una determinada lengua ha
decidido sustituir su sistema de escritura tradicional por otro distinto.
Incluso en estos casos excepcionales resulta difícil lograr una escritura
completamente fonológica que sea aplicable a la diversidad de manifestaciones
orales de una misma lengua.
El ideal de correspondencia exacta entre
grafía y pronunciación se revela, además, imposible en aquellas lenguas que,
como el español, presentan diferencias dialectales no solo en el plano
fonético, con realizaciones distintas en la pronunciación de un mismo fonema,
sino también en el plano fonológico, como ponen de manifiesto fenómenos como el
seseo o el yeísmo (fruto de la inexistencia, para determinadas áreas y
hablantes del español, de los fonemas /z/ y /ll/, respectivamente). En esos
casos, no es factible que la ortografía refleje la pronunciación fonológica
real de todas las variedades, pues ello supondría renunciar a su unidad de
representación. Por ello, cualquier modificación ortográfica deberá responder a
cambios fonológicos que se hayan verificado en todo el ámbito geográfico de la
lengua.
Cuando un sistema ortográfico ha alcanzado
un alto grado de estabilidad y cuenta con el consenso y la aceptación de la
comunidad lingüística que lo utiliza, se ha de actuar con extremada prudencia y
grandes dosis de realismo a la hora de proponer la realización de reformas
sustanciales. Es necesario valorar cuidadosamente sus pros y contras, y actuar
solo cuando exista la seguridad de que las ventajas superar con creces a los
inconvenientes y, sobre todo, de que los cambios van a contar con el apoyo
decidido de todas las instituciones y sectores implicados. La experiencia
demuestra la dificultad de acometer con éxito reformas profundas en sociedades
altamente alfabetizadas como las actuales.
Fuente: Real Academia Española y Asociación
de Academias de la Lengua Española. Ortografía de la lengua española. 2011.
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